Los Inuits, como todo el mundo sabe, son una
sociedad de creencias animistas, chamanistas y muy apegadas a costumbres
familiares. Los Inuits es un pueblo que emigró de Siberia (Rusia) hacia
Groenlandia hace 1500 años (Cuando todavía había nieve). Su lengua es el Yupik
y la transmisión oral de las tradiciones tiene más firmeza que la palabra
escrita entre las sociedades occidentales.
Cada miembro del núcleo familiar es
apreciado, querido y con un lugar destacado y respetado por los demás
integrantes. El cual, ocupa una función específica o tarea en el grupo.
Según estudios sociológicos recientes, esto
se debe al profundo respeto que estos individuos tienen por las personas y por
el ambiente en que viven. Ya que están en plena armonía con este.
Pero yo opino que más tiene que ver con que
son 352 habitantes de su comunidad diseminados en una superficie mayor a
2.000.000 de km2 y amontonados por grupo familiar en una casa hecha de hielo
(iglú), que es el único elemento que abunda en esa parte del mundo o por lo
menos lo era en una época no muy lejana. Además del uso interno de pieles y
huesos de animales que cazan. Como ser osos, caribúes y lobos marinos.
Imagínense lo que sería una riña familiar en
un ambiente así, en primer lugar nunca llegaría un móvil policial, y segundo,
estar sin hablar con un miembro de la familia con el cual se comparte la misma
piel de foca para dormir, amontonados todas las noches, es casi ridículo.
En fin, esto sirve de preámbulo para la
historia que voy a relatar de una familia Inuit conocida mía. De la cual se
desprende que a veces las tradiciones son menos importantes que los afectos.
Como la supervivencia en esos lugares es muy
difícil, cuando un miembro de la familia llega al declive de su vida y ya se
hace más una carga que una ayuda al grupo. El mismo, que generalmente es el más
viejo y por consiguiente el más sabio, le comunica al jefe que está llegando el
momento de ir a encontrarse con “Kaila” el Gran Espíritu.
La familia en cuestión tenía el abuelito ya
medio sordo, bastante ciego y con la memoria en “llanta”, pero el viejito ni
ahí se acordaba que existía el Gran Espíritu y mucho menos que este lo podría
estar esperando. Hasta que un día el hijo, desafiando las costumbres, sacó el
tema, luego de venir de una expedición de caza de 4 días, encontró el iglú
remodelado y con una hermosa vista al cielo del ártico.
Pues el anciano planteaba la mala experiencia
de vivir demasiado hacinados. Imagínense lo que fue dormir esa noche mirando
las mismas estrellas por 18 horas, que es lo que dura la noche en el Ártico y
con el fuego apagado por la ventisca a los 15 minutos de prendido. Y sin contar
que su temperatura media está casi en 10 ºC bajo cero…
Esa misma mañana, el líder del grupo le dijo
al abuelito que era tiempo de ir a buscar al Gran Espíritu… El anciano
respetuoso de las tradiciones aceptó, pero no sin antes decir que deberían
llamar al “Kaila” primero, porque tiene tantas obligaciones que era muy
probable que en ese momento estuviera dirigiendo la migración anual de renos, que
no había motivo para molestarlo por una sola persona y que era mejor hacer un
viaje en grupo. Él estaba dispuesto a esperar al próximo integrante de la
familia que quisiera ver al Gran Espíritu.
Nada de esto fue tenido en cuenta ya que las
costumbres establecidas son una ley inexcusable y esa misma tarde partieron
tomando los primeros kayaks que encontraron. El jefe de la tribu (que además
resultaba ser su “hijo”) y el vetusto anciano partieron hacia las aguas grandes
donde habita la diosa Sedma en sus profundidades.
Al llegar al lugar establecido por el hijo,
se despide de su padre con emoción.
Dejándole un envoltorio con algunos alimentos
y una piel de foca.
El viaje de vuelta fue muy triste, pero el
buen tiempo acompañó los dos días de camino. Al llegar al iglú familiar, el
grupo se reunió en una cena solemne y en silencio recordaron al miembro
ausente.
De pronto, en la noche, se escucharon los
ladridos de los perros Husky Siberianos, pero no eran ladridos de alarma ni de
peligro, eran como de bienvenida. Extrañados salieron a la gélida oscuridad
para comprobar que el anciano estaba regresando.
Grande fue la sorpresa de todos, al principio
los invadió la alegría, pero luego de tres horas de abrazos y manifestaciones
de cariño, al más pequeño integrante de la tribu se le ocurrió preguntar. ¿Por qué había vuelto? cuando era tradición
que la persona que hacía el viaje para encontrarse con el Gran Espíritu, jamás
regresaba.
El geronte manifestó que al llegar a las
grandes aguas y despedirse de su hijo, esperó y esperó, contemplando la
inmensidad del mar, a que el Gran Espíritu pasara por él, pero luego de un
tiempo prudencial dedujo que el Gran Espíritu se hallaba ocupado y que no era
el momento de que se encontraran.
La familia aceptó esta hipótesis, a pesar de
que la fallida viuda del anciano puso sus peros, alegando falta de constancia
en la espera, algo que siempre se lo había dicho y que era motivo de discusiones
habituales en la pareja (algo típico en esa comunidad con matrimonios de más de
30 años, según narran las estadísticas
inuit).
La vida continuó normalmente hasta que el
delirante viejo una tarde inició una quema de pieles de foca, pieles que la
familia necesitaba indefectiblemente para subsistir, manifestando que estaba en
contra de la depredación del Ártico y que tanto abuso haría enojar a Amarok
(deidad lobo que caza de noche) y que había que ponerle un alto a la caza
indiscriminada de mamíferos marinos. Su hijo, con toda la paz que estos pueblos
llevan en su ser, intentó detener esto contándole como él mismo le había
enseñado a cazar solamente las focas enfermas y solo en el número que
necesitarían para subsistir los helados inviernos. Pero el anciano no escuchó
razones y al grito de “se va a acabar, se va a acabar, esta manera de matar”,
siguió con su fogata ecológica.
Al día siguiente, otra vez estaba el anciano
sentado en el qamutik (un trineo hecho de madera, huesos de animales, barbas de
la boca de una ballena e incluso pescado congelado), ahora contra su voluntad,
para emprender el viaje de encuentro con el Gran Espíritu. Esta vez su hijo
eligió el lugar donde se reunían a cazar y donde se apareaban frecuentemente
los grandes osos blancos, famosos por su ferocidad y sed de sangre.
A pesar de que corría peligro su vida y la de
los valiosos perros husky que tiraban el trineo, el joven inuit se adentró todo
lo que pudo en el salvaje territorio de los osos. Al llegar a un punto desde
donde solo podía regresar con el tiempo justo de las horas de luz que le
quedaban. Detuvo el trineo, tomó a su padre de la cintura y lo sentó suave pero
firmemente sobre una roca y con lágrimas en los ojos le extendió con una mano
el envoltorio de piel de foca que contenía los víveres. Mientras que con la
otra mano untaba su cara y sus extremidades con grasa de ballena, que según
dicen los nativos se huele a kilómetros de distancia, especialmente por el
olfato hambriento de los grandes osos blancos.
A la noche siguiente, al regresar el jefe del
clan al iglú familiar… Grande fue el regocijo de todos al recibirlo y esta vez
pasaron la velada entre risas amenas e historias que tenían como protagonista
al viejo desaparecido, solo interrumpidas en un momento por la misma voz del
desvariado anciano que aparece de la nada relatando como un gran cazador blanco
derribó de “un solo tiro” a un feroz oso que se abalanzó sobre él justo en el
instante que trataba de comunicarse con el Gran Espíritu.
A partir de ese momento la convivencia no fue
tan fácil. El viejo se sentía aislado de su familia, ya que lo habían puesto a
dormir con los perros, pero no obstante eso se sintió conforme al ser aceptado
por el cerrado círculo que constituía la comunidad canina, sorprendido porque
hasta el macho Alfa le dio un lugar para recostarse.
Tanto es así que una mañana de primavera
dando un discurso emotivo sobre la felicidad y la libertad de la vida en el
Ártico, les cortó las amarras, y no se volvió a ver a los canes nunca más.
El clan se reunió y deliberando cada uno de
los pormenores del plan para el viaje del anciano delirante a su encuentro con
el Gran Espíritu, se decidió sacrificar al mejor Kayak con timón y perfil de
carreras que tenía la familia, con este
motivo.
Otra vez el hijo recorrió junto a su padre el
camino a las aguas grandes, solo que esta vez tardaron mucho más debido a la
falta de perros que tiren el trineo y el kayak que remolcaban. Al llegar a la
bahía el joven jefe del clan, con emoción, amarró fuertemente a su progenitor y
lo introdujo en la nave, y de un empujón lo envió con la marea alta rumbo a mar
abierto, no sin antes gritar una plegaria al Gran Espíritu para que reciba
entre sus brazos a su anciano padre.
La semana que duró el viaje de vuelta se
entretuvo en cazar aves migratorias y en pescar salmones que ya empezaban a
remontar el río para desovar. Al llegar al asentamiento familiar solo recibió
miradas de aprobación de parte de los suyos y del anciano no se habló más, pues
había circulado la leyenda que al nombrarlo este aparecía. ¡Cómo un fantasma que no encuentra
descanso!
Hasta que una tarde de verano, en el
horizonte se divisó un vehículo todo terreno que se dirigía hacia el iglú. El
clan familiar presumió la peor de las catástrofes, pero el bólido de hierro se dirigía
hacia ellos con un solo motivo. El de devolverle a un integrante de su grupo.
En efecto, el anciano regresaba, había sido
rescatado en mar abierto por un barco de pesca de cangrejos del Ártico y en el
tiempo que duró su estadía en el bote, se convirtió al cristianismo, convencido
de que el Gran Espíritu no existía o en todo caso no quería ningún trato con
él. La familia resignada lo recibió en silencio y el viejo pasó el resto de sus
días tratando de convencer a todos de la inexistencia del Gran Espíritu y
construyendo monstruosas estructuras con huesos de ballena, que tenían la forma
de caballos con rueda y pedal. Basados en las figuras de un manual de máquinas
de coser Singer que le regalaron en su estadía en el barco.
Desde ese momento, la familia de inuits
reniega de las tradiciones ancestrales, y cuando alguien llega a la edad
cercana a partir, se lo encierra atado y amordazado dentro de un iglú
independiente y el techo con vista a las estrellas. [Roberto Oesquer]
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